marzo 17, 2013

Párpados e intermitencias


El otro entró y sin ningún tipo de anticipación se tiró al suelo del baño, rompiendo en gritos que rasgaban el aire, golpeando el azulejo y llenándose de moretones las manos. Una de las luces del baño se había descompuesto una semana antes y parpadeaba intermitente y aleatoriamente mientras aquel hombre se deshacía en el suelo.

Lo miraba de reojo, y el otro también me devolvía la mirada de la misma manera. Mas la mirada del otro era distinta a la mía, estaba llena de vergüenza y de desesperanza, mientras que la mía era una mirada réproba.

Era lastimoso verlo ahí, tirado y acongojado en el piso del baño por culpa de un deseo imposible, de esos que llevan a grandes guerras, victorias épicas y terribles locuras; hecho un ovillo junto al retrete, pegándole cada vez con menos fuerza al suelo infranqueable, tratando inconscientemente de hacer un agujero enorme que lo llevara al centro de la Tierra y lo fundiera ahí en el caliente magma de una vez por todas.

Cuando las fuerzas lo abandonaron y los golpes se volvieron meros empujones quebrados por la inevitable desazón que ya había presentido, y cuando sus gritos se fueron desdibujando en sollozos llenos de rabia contenida, el otro se incorporó débilmente apoyándose en el lavabo, mirándome de reojo.

Mientras se levantaba, temblaba profusamente mientras apretaba las manos ahora llenas de cardenales, en un gesto atestado de cansancio y enojo, mismos que estaban repartidos por todo su cuerpo, sus ojos, su cuello, sus fosas nasales, los pequeños espacios entre sus nudillos, sus rodillas, sus párpados caídos. Todo en él estaba lleno de una horrible y majestuosa decadencia.

Era una pena observar todo esto, una piltrafa humana que ahora buscaba algo con una mezcla de desesperación y resignación mientras yo evitaba verlo y clavarle de nuevo esa mirada de superioridad y lástima que me llenaba de culpa.

El otro al fin encontró lo que estaba buscando, pude ver un frasco de pastillas recortadas contra el relieve violáceo de las palmas de sus manos. Yo trataba a toda costa de no mirarlo mientras abría el frasco y se tragaba una docena de pastillas, pero me fue imposible continuar evitándolo en el momento en que, con un movimiento brusco, me obligó a alzar la vista y pude observar entre luces intermitentes su mirada intermitente del otro lado del espejo.

octubre 28, 2012

Centro y caída

Caminas entre los perros y los charcos, y ves el agua sucia y se te viene poesía a la mente, recuerdas manos locales en tu cuerpo foráneo y recuerdas que todos somos extranjeros para todos, y piensas en mariposas y en árboles que se queman mientras un claxon apura al sol para que termine de precipitarse en el mar de edificios y azoteas.

Un hueco se abre en el suelo y caes, y miras caer televisiones, tuberías, trozos de pavimento seco, y zapatos y vestidos de novia, mientras el aire frío va deslizándose por tus vías, pintando tu tráquea de colores fríos, entonces recuerdas el jugo de los sábados y la sensación gélida en la lengua, mientras tratas de asirte a alguna saliente, alguna raíz o algún nombre, pero el hueco por el que caes es demasiado grande y todas las paredes quedan lejos de tus manos.

Ya casi es imposible respirar por la velocidad de la caída, piensas que es una suerte quizá, morir en el aire, una suerte, podrán hacerte documentales (si es que te encuentran, pero bueno) y hacer historias con tu nombre y asustar a los niños cuando no quieran beberse el jarabe, se podrán hacer películas malísimas a las que sólo entrarán parejas deseosas de meterse manos y lenguas en la oscuridad de las salas, y podrán escribirse libros que quedaran olvidados en algún estante cuando en la biblioteca avisen que Bruno se está peleando con Noé enfrente de la cafetería.

Ya estás meditando en lo cómodo que sería morir levitando, burdamente imitando a un diente de león o a un globo pinchado por un alfiler; ya estás haciéndole espacio a la idea, tendiéndole la cama y preguntándole con cariño que qué va a querer de cenar, acomodándola al horario mientras te pide que corras la cortina para que no la despierte el sol (pero mira, si es una idea delicadita, un poco arrogante quizá), ya estás mirando a la idea dormir, dejar la sábana hecha una sabana, una pradera, un mar de pliegues, como la orilla de un pastel de quinceañera; ya estás planeando el desayuno cuando el tiempo empieza a detenerse, dejando todo en slow motion, y caes en slow motion, echas una mirada hacia abajo y ves el suelo (no estás seguro de si es el suelo, ¿es el suelo?), y te pega en slow motion la revelación de que no morirás en el aire y ves en slow motion cómo muere la idea en los brazos rasguñados de tu mente idiota.

Cada momento el tiempo se va haciendo más y más lento mientras te aproximas al suelo, entonces piensas de nuevo en poesía, en árboles quemándose, mientras enfrente de ti ves un pequeño brillo pero no sabes qué es, hasta que con trabajo (porque es difícil respirar ¿verdad?) te das cuenta de que estás mirando un pedazo de cristal y te preocupas porque estás mirando un pedazo de cristal y no te hace recordar nada, mas no te preocupas por el inminente impacto, no te preocupas por la posibilidad de morir, aplastado contra el centro de la Tierra, sino por ese pedazo de vidrio y su incapacidad de despertar en ti alguna memoria.

Al fin, terminas de caer. Sientes el choque en todos tus huesos, el dolor te astilla los nervios y sientes que tus rodillas y tus tobillos se quiebran, tus manos tocan entonces el suelo y abres los ojos en un avión tembloroso, agitado por gritos y maldiciones, abres rápidamente la ventanilla deslizable que está a tu lado y alcanzas a contemplar la Luna y el cinturón de Orión antes de que un hombre te tome del hombro, te voltee hacia él y te pegue un disparo en medio de la frente, mientras tú sólo piensas en ella y en qué se habrá puesto para dormir.

abril 30, 2012

Setecientos cuarenta y siete.


No se puede dormir bien con tanta gente haciendo ruido, así que desisto. Me levanto entre improperios propios y ajenos, y trato de buscar el baño. Quiero lavarme la cara un poco, comprobar que sigo debajo de esa somnolencia, debajo de esa máscara que ni siquiera estoy seguro que llevo puesta. Todo se mueve alrededor, todos.

Tropiezo con varias personas en el camino; una mujer trata de detenerme, diciéndome que lo que hago no es seguro, que regrese a donde debo. ¿Cómo decirle que no hay nada seguro, que el segundo nombre de la vida debiera ser “imprecisión”, que eso se aprende después de largas jornadas, después de que ves la vida irse a ratos, y que eso no lo puede saber una muchacha joven y jovial como ella? Pero no le digo, lo aprenderá tal vez, si la suerte es propicia. Todos terminan aprendiendo, unos envejecen más rápido que otros, como yo. Pero, ¿de qué hablo? Si no he llegado ni a la mitad de la vida que le auguran a cualquier ser humano. Tal vez envejecer no es cuestión de edad.

Llego al baño, pero está todo atestado, hace un calor increíble (aunque yo siento frío, tal vez es la presión). Creo que no lograré entrar al baño, mejor regreso y espero a que esté un poco más despejado, tal vez todo se calme, ya sea de una forma u otra. Menos gente, eso esperaré. Además el movimiento me está dando náuseas.

La gente en todo el mundo es igual: arma grandes barullos, anda de un lado a otro, grita cosas, se desespera, corre sin motivo ni razón aparente, no puede estar calmada. Las personas están conscientes de que pueden morir en cualquier instante, y sin embargo no se detienen a observar, a mirar alrededor, a escuchar alguna respiración, a ver algún detalle en el techo. Tal vez saben que pueden morir en cualquier momento y por eso viven apurados. Creo que nunca entenderé del todo a la gente.

Regreso de donde vine, de donde creo que vine; se escucha un sonido como de turbinas o motores, viene desde afuera. A mi lado hay una muchacha que no conozco, otra, no la que me intentó detener momentos atrás. Es distinta, no lleva uniforme, parece más tranquila que el resto de la gente que hay alrededor. Tiene el pelo castaño, la tez blanca y un lunar en la nariz, una bonita imperfección. Y tiene un tic en el ojo, tal vez provocado por el estrés, tal vez no. Voltea y me sonríe nerviosamente. Me entran unas ansias repentinas de besarla, de besarla repetidas veces, de sujetarla mientras alrededor se arremolinan todos, de contagiarnos tranquilidad, tranquilidad que tal vez no necesitamos. Se parece tanto a muchas mujeres que conocí, y no se parece a ninguna. No sé si estoy delirando, creo que todo el bullicio está empezando a hacer que me duela la cabeza.

Más adelante se oye una puerta cerrarse, y momentos después el disparo de una pistola. La muchacha del pelo castaño y el lunar en la nariz se sobresalta, pero no tanto como el resto de la gente, que empieza a gritar más fuerte, a correr más erráticamente, a sollozar y a maldecir. Oigo el llanto de un bebé, se oye por encima de todo el escándalo, es increíble. Nunca me han llamado la atención los niños, y por suerte yo a ellos tampoco. Creo que ya no podré usar el baño, espero llegar antes a donde quiero llegar, o a donde debo llegar. Tal vez son el mismo lugar, sí, tal vez son el mismo lugar.

Se rompe una ventanilla más atrás, y se vuelve todo un apocalipsis. La gente corre más y maldice más, y el bebé que llora, llora más. No podré ir al baño, eso es seguro. Volteo a ver a la muchacha de pelo castaño y lunar en la nariz. No me voltea a ver, una lágrima escurre por su mejilla izquierda. También ella es una mujer joven y jovial, pero eso ya no importa en estos momentos. No la voy a besar, soy un desconocido para ella, y ella es una desconocida para mí. Tal vez si nos conociéramos… pero no, esto no es una novela, se parece más a una tragedia griega mezclada con indiferencia; el perfecto resumen de lo que pienso un poco que es la vida humana.

Creo que sí llegaremos antes, de una forma u otra. Veo de reojo a la muchacha y la lágrima en su mejilla, mientras cierro los ojos. Adelante se oye al copiloto forcejear con la puerta de la cabina, dentro de la cual, al parecer, se ha suicidado el piloto de este avión que cae en picada.