octubre 23, 2011

Fotografías.

Una fina llovizna caía sobre la ciudad, al mismo tiempo que la tarde. El contador Jiménez regresaba a casa después de un cansado día de trabajo, si es que a eso que él tenía se le podía llamar trabajo, día o casa.


Las cosas no iban bien en la empresa, las ganancias iban en descenso. Hacía algunas semanas había cometido un error costoso en un informe, y al parecer el jefe estaba dispuesto a recordárselo muy cortésmente cada jornada.


Llegó a la parada del autobús, metió una mano en el bolsillo de la gabardina para buscar un billete, y sintió dos agujeros. Primero uno en el bolsillo, y luego otro en el estómago.


Su casa no estaba lejos, pero tampoco estaba cerca. Empezó a caminar con pesadumbre, mientras oscurecía. La llovizna no cesaba y el contador comenzó a sentir el frío característico de aquel a quien se le ha metido agua en los zapatos rotos.


Recorrió varias cuadras. Se detuvo un momento bajo un pequeño techo de una casa que parecía vacía, para resguardarse un momento, con una poca esperanza —que él sabía de antemano inútil—, de que dejara de llover.


Bajó la mirada y descubrió, en un rincón oculto por un hueco en el concreto, una vieja cámara fotográfica. Se inclinó, la recogió y la examinó. Aún tenía el rollo fotográfico dentro. Trató de calcular cuánto le darían por ella en una casa de empeño, pero no se podía saber si funcionaba o no. En un acto casi involuntario, enfocó la cámara hacia un árbol cercano, y oprimió el disparador.


Sin sonido alguno, el árbol se desvaneció en la nada.


El contador miró hacia donde un momento atrás había estado el árbol. Luego miró alrededor suyo, pero no había nadie más en aquella calle.


«Al parecer estoy perdiendo ya la cordura, no me sorprende», se dijo a sí mismo con más desazón que incredulidad. Le echó un vistazo a la cámara, otro al cielo gris, y al fin reconoció que no dejaría de llover.


Se guardó la cámara bajo la gabardina, sosteniéndola con el brazo, y siguió caminando hasta llegar a su casa.


Llegó cuando la lluvia estaba empezando a arreciar. Entró en silencio, se quitó la gabardina, puso un disco de jazz (de esos característicos de aquel a quien se le ha metido agua en los zapatos rotos), sacó una botella de ron barato, se sirvió un vaso, tomó la cámara fotográfica, y empezó a desaparecer objetos de su casa.


Un vaso más de ron, y entonces desaparecía aquel reloj despertador que lo levantaba todos los días con un chillido. Otro vaso, y ya no estaba ahí ese horrible cuadro que alguien le regaló pensando que le gustaba el surrealismo. Un vaso más, y se desvanecía la cuarteada taza de porcelana, blanca, con trazos azules que ya se habían empezado a desvanecer desde meses atrás.


Así fueron desapareciendo, uno a uno, los objetos de su casa, y el ron.


Ya no sonaba el jazz cuando, apurando el último vaso, en el que quizá era su momento más lúcido, el contador enfocó la cámara hacia sí mismo, y oprimió el disparador.

2 comentarios:

  1. Qué tonto, lo hubiera enfocado a su jefe. Aunque realmente hubiera sido menos "poético".

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  2. Sencillo y entretenido. Como deben ser los relatitos. Un saludo.

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