Tomas
la fotografía que está encima del mueble de la sala. Lentamente recorres con
los dedos el fino marco de madera, mientras observas la cara que te sonríe
desde otro tiempo, años atrás.
Estás
cansado y sudoroso porque entraste corriendo a la casa en medio de todo ese
calor horrible, pero no importa. Miras fijamente la fotografía. En un instante
que dura menos de un segundo, todo se detiene; las cosas que caían dejan de
caer y el ruido de la calle se apaga.
En
la fotografía ves (como a través de un vidrio borroso) el día que naciste, los
doctores corriendo, tu madre sonriendo, gritos por todas partes. Ves tu infancia
y las tardes que pasabas en la azotea dibujando en el suelo con gises de colores;
y a Sirius, el perro que te regalaron a los seis años.
Miras
de nuevo tu adolescencia: la vez que te fracturaste una pierna en la bicicleta
y te pusiste contento porque Sofía te firmó el yeso con un corazón de sharpie (luego
ella se mudaría a otra ciudad, pero todo estaría bien. Te la encontrarías años
después, en un banco cerca de tu casa).
Ves
tu preparatoria, el primer maestro que odiaste en serio, la primera vez que
reprobaste una materia, el horrible extraordinario que no sabes cómo pasaste. Recuerdas
que fue en esa época cuando murió Sirius, recuerdas tu primera peda. Y tu
primera vez, en esa azotea en donde dibujabas con gises de colores.
Ahora
ves imágenes de la universidad, cuando decidiste salirte de casa, no por que te
corrieran ni porque hubiera dificultades, sino sólo por ese (estúpido) deseo de
“independencia”. Las noches sin dormir. Los días zombis, el trabajo. Las
fiestas, no pocas. Tu primer coche, un chevy seminuevo de un agradable color azul
celeste.
Ves
entonces el día que conociste a Monserrat, en una de esas salidas con los
amigos, en que todos se presentan a todos. Recuerdas otra vez el día en que te
la encontraste en una calle del centro, con sus comisuras curvándose hacia arriba, y
la propuesta espontánea de verse de nuevo otro día.
Ves
los meses siguientes, ella aceptando ser tu novia en una noche templada. Recuerdas
los altibajos normales, los meses pasando. Tu familia y ella, sonriéndote en tu
graduación, ella sonriéndote en su graduación. Los meses convirtiéndose en
años; ella sonriendo mientras en la página 43 de un libro le propones matrimonio
con una nota.
Después
ves los años siguientes. El trabajo, el momento en que al fin pudieron comprar
la casa, los primeros meses ahí, la decisión repentina de colgar un columpio en
el árbol del jardín, como niños pequeños. La foto que le tomaste en el
columpio. Ella sonriéndote desde el columpio, sonriéndote desde la fotografía.
Oyes
entonces los ruidos de la calle en un crescendo, Monserrat gritándote desde
afuera, mientras una tabla cae del techo. Tomas la fotografía, la oprimes junto
a tu pecho, y sales corriendo de la casa en llamas.
Me encantó.
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